Ella es un cielo gris apagado, conformado por sonrisas rotas
que buscan ser llenadas en sus grietas de frío por la primavera con la que,
solo unos labios, han conseguido vaciar su vacío, y por lágrimas azules, como
ella y el inmenso mar de sus recuerdos del que es náufraga, que se columpian de
pestaña en pestaña buscando un deseo que le traiga de vuelta, pero solo
encuentra pétalos de margaritas que gritan la misma condena una y otra vez: no me quiero.
Ella es un colibrí. Pequeña. Menuda. Con riesgo a morir en
cualquier momento. Y, sin embargo, vuela. Mueve sus alas tan rápido que nadie
es capaz de alcanzar su movimiento. Y lo hace porque, aunque está enamorada de
su color azul, quiere ser transparente para fundirse con el viento y dibujar
con sus gélidas manos una sonrisa, como la que aparece en rostros infantiles
cuando ven romper al cielo en copos de nieve, en los rostros de todo aquel que
no lleve ya una en la cara. Y,
es que, ella quiere que encuentren la belleza de su estación continua.
Quiere que se queden a su lado
para hacerle la compañía
que, antes, los lunares de él le
daban.
Y, ella, como cielo gris apagado y azul, es lluvia y se
acurruca, se envuelve a sí misma con sus párpados llenos de goteras que dejan
colarse al frío, y se pone a bailar en la pista de sus mejillas la melodía
melancólica que acompaña el caer de las gotas de lluvia; a su caer. Los
fantasmas de su recuerdo comienzan un vals con ella. Se abraza con más fuerza.
Sus puntos de sutura se desgarran. Sus cristales afilados crujen y se clavan en
su piel. Se rompe. Las sirenas se oyen de fondo, el dolor se agudiza
y solo ruega su voz como anestesia. Una habitación de hospital. Monótona. Un
corazón herido de muerte a quemarropa por una lengua que dejó un adiós donde antes gritaba sin miedo un te quiero. Monotonía.
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